Cuando nos ven juntos, aún después de tantos años, siempre me cuestionan lo mismo: ¿cómo supe que le gustaba? Porque puede no sea la chica más bonita, o no haya sido la más popular en la secundaria. De hecho, definitivamente, no era el prototipo que se quedaba con el capitán del equipo.
Recuerdo ir cada mañana a la secundaria y verlo ahí, parado con sus amigos. Rodeado de las típicas chicas populares que pasan más tiempo arreglando sus cabellos del que yo puedo pasar aprendiéndome el tema de un debate. Pensando que quizá algún día se fijarían en mi de la misma manera que les daban atención a ellas.
No me malinterpreten, no era tan desconfiada en mí misma como para sentir que algo andaba mal. Sólo me dejaba guiar por lo que siempre nos contaban las historias de ficción. Esas tan molestas que nos encasillan a todos en la realidad como si de verdad fuésemos parte de un elenco.
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Teníamos diferentes clases juntos, pero estábamos lo suficientemente distanciados como para no hablarnos en lo absoluto. ¿Sería posible que alguna vez volteara a mirarme mientras yo estaba distraída, o era sólo lo que mi corazón deseaba?
Cuando entramos a tercer año, en el laboratorio de biología, nos asignaron, al azar, como parejas permanentes. Me sentía feliz porque estaría con él, al menos dos horas a la semana, por un año entero. Pero la verdad es que ya la ilusión se había agotado un poco. Ya no era una niña.
Al conocerlo me di cuenta que no era para nada lo que esperaba. El típico capitán despreocupado, y poco colaborador, que nos enseñan en las series de Disney realmente no existe. Las personas son más que los estereotipos que nos venden desde que somos sólo niños.
Pero, sin darme cuenta, él también me estaba conociendo a mí. Y de una manera diferente. Quizá yo no lo había notado aún, pero, mientras más hablábamos, no sólo era él quien dejaba ver un lado diferente de sí mismo, si no yo me habría con él de una manera que no era intencional.
Al cabo de dos meses no sólo hablábamos en el laboratorio. Si nos encontrábamos en los pasillos, alguna que otra palabra intercambiábamos. Si teníamos dudas en otra asignatura, no dudábamos en hablar sobre ella el uno con el otro. Y todo parecía pasar tan desapercibido para ambos.
Aún recuerdo la primera vez que vino a mi casa a hacer la tarea, y como mi madre lo invitó a cenar. Luego de irse, mi padre no dudó en preguntarme qué ocurría entre nosotros. Como si él fuese visto algo que yo no. Como si él sintiese que existía algo que, para mí, nunca podría.
Fue entonces cuando recordé. Recordé esa mañana en la que, sorpresivamente, me trajo un chocolate. Sin ningún motivo, más que “estar en la tienda y recordar que, en alguna de nuestras platicas, le había dicho que amaba el chocolate Savoy”. ¡Cómo no lo pensé antes!
¿Y qué tal de aquella otra vez en la que estaba teniendo un mal día y me dijo que podía contar en él si necesitaba gritar, golpear, o simplemente sentarnos en silencio a mirar las nubes?, ¿quién te dice eso observándote detenidamente a los ojos y tomando tu mano?
Pero más importante aún, recordé el par de veces que me había invitado a salir con sus amigos, o ir a uno de sus partidos, y le había dicho que no era mi estilo. Recordé su cara de decepción al negarme a las invitaciones. Y fue cuando lo supe, mi papá tenía razón, le gustaba.
Portada: Nathan Dumlao