Saltar al contenido

Lo que tiene que ser

Supongo que lo que tiene que ser va a ser, ¿No?  Te escuché decir esa madrugada en la parte trasera del auto que te prestaba con frecuencia tu papá, cuándo todavía éramos dos veinteañeros que no tenían mucha idea de nada.

Creo que la vida consiste en lo que se podría dividir en dos grandes etapas: La adolescencia es la primera, en la que todo sucede lento, tan lento que te pones a pensar si estás avanzando o si estás varado en lo que va a ser el resto de tus días, y la otra etapa comienza una tarde cualquiera, en la que miras para atrás y te das cuenta que absolutamente todo cambió y que en algún punto creciste, y la vida, la tuya, tomó una dirección definitiva. Pero en ese entonces éramos más jóvenes, y yo tenía preocupaciones encima que a veces te dejaba cargar un ratito, porque sabías alivianarlas.

Vos me comprendías inclusive más que yo misma aunque en esos años era complicada, y varias veces me había puesto a pensar seriamente, aunque era poco creyente y bastante racional, que nos conocíamos de otra vida, de otro mundo, o de otro lugar, pero que el cariño que nos teníamos de acá no era, porque tu nombre me sabía a mucho más que una casualidad, y conocerte a mucho más que una cuestión de suerte.

Pero un día me desperté y ya no te tenía cerca, porque a los veinte no había habido forma de que fuéramos concebibles, y eso que por mucho tiempo nos dedicamos a intentarlo, pero era como si estuviéramos forjando algo que la vida misma se encargaba de separar, como dos fuerzas que se atraen mientras una tercera las repele, como si todas las soluciones que presentábamos fueran opacadas por problemas externos e incontrolables que se nos presentaban, y que nos hacían sentir que el esfuerzo era en vano, porque había algo mayor que nosotros, como una especie de gravedad. Habíamos decidido distanciarnos porque nos queríamos, dejando nuestra breve historia con tres puntos suspensivos, por si las dudas, como hago con las novelas que me da pena terminar de forma tajante porque creo que vale la pena seguir escribiendo sobre sus personajes, sabiendo que genero en el lector una dosis de esperanza que no va a morir, inclusive aunque jamás me disponga a redactar la secuela.

Un día me desperté y tenía treinta y cinco años. Seguía siendo joven, si, pero mi vida había tomado una dirección. Iba por mi décimo libro, viajaba con frecuencia con esa vieja excusa que ponen los escritores de necesitar relajarse para poder crear, y estaba viviendo inclusive mejor de lo que había imaginado cuando tenía veintiuno.

En la pared del living de mi departamento colgaba un título que acumulaba polvo, de una carrera que jamás ejercí ni ejercería. Representaba seis años de mi juventud que me pasé estudiando en un intento desesperado de ”elegir” mi pasión. Pero que estuviera acumulando polvo mientras yo era feliz escribiendo, me hacía sospechar que controlamos poco y nada, y que son las pasiones las que nos eligen. No me arrepentí jamás de tenerlo, porque me gustaba presumirlo y porque era inteligente. Tan inteligente que el título podría haber sido el de Ingeniera química o el de Médica endocrinóloga, pero las pasiones nos encuentran, y la mía es la escritura.

Ahí fue cuando nos volvimos a cruzar. ¿Viste que dije que hay cosas que no se deciden? A los veintiuno era poco creyente y bastante racional, pero inclusive en ese entonces había algo de vos que no lograba explicar si no era confiando en que existe un destino, y en que ese destino nos encuentra.

Quince años ya habían pasado desde esa madrugada en la que sin saberlo, ahí, en la parte trasera del auto de tu papá, nos estábamos despidiendo por una década y media, pero nunca me animé a convertir en un punto final a esos tres puntos suspensivos, porque yo misma me había transformado en el lector esperanzado de ese libro que tiene un final abierto por cobardía de su autor, pero que probablemente jamás continúe.

Por eso en ese bar oscuro, cuando volví a mirar, después de quince años, tus ojos verdes, como si el tiempo no hubiera enfriado mis sentimientos sino solo los hubiera adormecido, entendí una única cosa. La comprendí de forma tan clara que ahora, mientras dormís al lado mío, me parece mentira haber dudado de esto antes: El destino no es solo una mierda que nos venden los escritores de libros de autoayuda para que nos relajemos, como solía pensar, porque ahora sé que hay algo más. Y no estoy segura con exactitud qué es: Pero te juro que te aprecio dormir y sé que en ese momento nuestros caminos tuvieron que bifurcarse, porque en algún libro que me encantaría leer estaba escrito justo así. Y debe ser mejor escritor que yo, ¿No? El destino. Porque uno puede patalear, llorar, y encapricharse, pero supongo que tenías razón: Lo que tiene que ser, va a ser, en el momento que esa fuerza mayor determine. Entonces, te acaricio mientras descansas, y me gustaría abrazarlo, digo, si el destino fuera un colega escritor mío. Y decirle que jamás en toda mi vida y en todo mi largo historial de novelas escritas y novelas leídas, algún final me dejó con la boca más abierta.

Es que ahora lo pienso seriamente. Ahora de verdad creo que cada paso que damos nos conduce a -algún- lugar, y agradezco, mientras te observo dormir y siento un amor que me desborda, que el destino haya decidido en ese entonces que entre nosotros no todo estaba escrito. Porque, ¿Sabes algo? Sobre nosotros vale la pena seguir escribiendo…

Créditos: Sol Iannaci – TwitterInstagram